Julio Girona (Manzanillo, Cuba, 1914-La Habana, 2002), pintor, dibujante, caricaturista y también escritor y poeta, fue un creador prolífico que parecía siempre como si quisiera escaparse de los modos y soluciones que él mismo generó. Mirar sus creaciones, es encontrar siempre objetos y anotaciones, personas que conoció o alguna vez encontró, huellas de lo cotidiano empinado en “arte verdadero”, texturas de paredes y tiempo, perspectivas de los espacios transitados por aquí y por allá, que se nos revelan como materia prima de las operaciones poéticas inherentes a su expresión…
Su obra es un resumen de lo humano, interior y externo. Desde muy joven soñó con recorrer el mundo y conocer al hombre dondequiera que estuviera. A los 18 años salió de Cuba para descubrir otros horizontes. Viajó todo lo que pudo casi sin dinero; durmió hasta en la cubierta de los barcos, en estaciones de trenes y en parques. Conoció a Grecia en bicicleta, realizó su anhelo de ver las pirámides de Egipto montado en camello, y participó en la Segunda Guerra Mundial como voluntario. Fue, en resumen, una vida inquieta desandando mundo, y siempre rejuvenecida con y por el trabajo.
Julio Girona (Premio Nacional de Artes Plásticas, 1998) comenzó a incursionar en la pintura hacia 1947 en los Estados Unidos, donde coincidió con los inicios y plenitud del movimiento informalista desplegado a fines de los 40 y los 50; etapa en que asume la abstracción del gesto y de las masas como peculiar dialecto expresivo. Encauzado en las búsquedas de formas y estructuras, logró abrirse paso en aquella jungla de competencia…
Julio Girona dejó de hacer caricaturas y dibujos para acercarse a la pintura, al finalizar la contienda mundial. En Nueva York llega a pertenecer al grupo de la calle Tenth Street, de los pintores abstractos de Estados Unidos, donde conoció y expuso con Kline, De Kooning, Rauschenberg y muchos otros. Desde entonces, se dedicó siempre a la pintura. En la abstracción, hace un balance entre áreas activas y tranquilas, buscando el contraste como en la música. En muchas de ellas escribe palabras que luego se convirtieron en poemas y en libros. Mientras que en las crayolas mezcla arremolinados pensamientos de la niñez, en trabajos motivados por los dibujos infantiles vistos en diversas muestras y en las calles. Son las Caligrafías newyorkinas, serie que antecedió a los gouaches en otra carrera abstracta. Allí agrupa musicales caligrafías y contrapuntos dinámicos entre trazos y superficies, amén de otros objetos del paisaje cotidiano que se convierten en señales de su discurso pictórico llegadas del informalismo, el expresionismo abstracto, y de cierta atmósfera conceptualista.
En la década de los 70 saldrían otra vez los recuerdos de la guerra. Dibujos figurativos, de gran rigor técnico y líneas bien definidas quedan como estelas de sus experiencias acumuladas. A ese tiempo pertenecen los rostros tristes y de horror que regresan siempre y nunca lo abandonarán. Rompiendo con los grises que inundaron por un tiempo su paleta, el artista retoma el color. Tonos alegres: verdes, naranjas, azules llegaron sin pedir permiso a sus lienzos, en una caravana de espontaneidad en el dibujo. Círculos y cuadrados, nada perfectos se apoderaron de sus últimas piezas. Estaban realizadas así intencionalmente para darles interés y restarles rigidez. De cuerpo completo, de frente, de lado, vestidas o no, deambularon las mujeres por las superficies. Allí agrupa esporádicos retornos a la figura femenina, que sacan a la luz la rememoración autobiográfica de quien parece rejuvenecerse siempre. El color ocupa ahora el espacio y hace formas, ideas de formas, siluetas de elementos que son signos. El artista deja al color y a la gestualidad del pincel, la amplitud del trazo, las medidas irregulares de la cuadrícula, el rol protagónico. En cambio, el espacio está cargado de signos, señales que a su vez sólo son pintura… Son muchas las características que sobresalen de su pincel y sus creyones. Sin embargo, hay una que destaca: la frescura de soluciones expresivas coincidentes con el espíritu renovador de compatriotas suyos, cronológicamente jóvenes, que hoy protagonizan cambios de enfoques y lenguaje en el arte plástico cubano. De un solo golpe, con la acción incuestionable de su propio quehacer, Girona prueba lo equívoco de esos criterios generacionales que no conciben la posibilidad de lo nuevo y progresivo del arte en personas que ya han arribado a la edad madura.
El diálogo con el quehacer artístico de Julio Girona posee una riqueza especial en cuanto nos sitúa en un terreno privilegiado para la exploración. Como todo cuadro que tiene una raíz poética y humana es ventana abierta, nada más estimulante que penetrar por una de esas ventanas que el creador pinta, con la expectativa de encontrarnos con lo maravilloso.